El otro plato fuerte del viaje era, logicamente, Nara. Eran tantas las ganas que teníamos de llegar a ella que apenas nos dábamos cuenta de que el hacerlo marcaba ya lo irremediable : el fin de nuestro recorrido japonés, pero eso sí, sólo por esta vez…
Hoy ha amanecido lloviendo por lo que ese agradable paseo de, aproximadamente, una hora, dependiendo del tren que se coja, entre Kioto y Nara no lo hemos podido disfrutar como hubiéramos deseado, ya que la luz no es que acompañase mucho sino más bien nada. Por nuestras mentes ronda la idea de que si la climatología no cambia, la visita a Nara, será pasada por agua y nos dejará un tanto decepcionados, pero por suerte, cuando llegamos a Nara deja de llover y únicamente al final de nuestra visita cae alguna que otra gota mal caída; con el sol, en cambio, no hubo tanta suerte y prácticamente no se dejó ver en ningún momento.
Nara no es una ciudad grande por lo que su visita se puede hacer relajadamente, saboreando la «ajetreada» calma de su calle principal, que lleva directa desde la estación al Nara-Koen, la zona en donde se encuentran la mayoría de sus tesoros, entre ellos los ocho lugares declarados patrimonio de la humanidad por la Unesco, lo que la convierte, según la Lonely, en la segunda depositaria del legado cultural de Japón, después de Kioto.
Nada más llegar al Nara-Koen, el jardín de Nara, se encuentra ya la primera joya : el Kofuku-ji y sus dos pagodas, de tres y cinco pisos, esta última tan sólo superada en altura por la famosa To-ji, la emblemática pagoda de Kioto. No hay mucha gente a esta hora de la mañana, poco más de las 10, y es un verdadero gusto pasear por este medio parque medio bosque que es el Nara Koen. Al dejar el Kofuku-ji comenzamos a ver ciervos, en Nara, al parecer, hay más de 1.200, que campan por sus respetos por el parque, gracias a su condición de animal sagrado. Son bonitos estos ciervos, y el turista al descubrirlos cree estar en medio de un paraíso perdido en el que los animales no huyen del hombre sino que se acercan a él a olisquearle y a mirarle con ojos tiernos. Ni que decir tiene que la cámara de fotos comienza a trabajar a destajo… Pero el turista está feliz e incluso llega a pensar en comprar una de esas bolsas que venden con galletitas para los ciervos.
Hoy ha amanecido lloviendo por lo que ese agradable paseo de, aproximadamente, una hora, dependiendo del tren que se coja, entre Kioto y Nara no lo hemos podido disfrutar como hubiéramos deseado, ya que la luz no es que acompañase mucho sino más bien nada. Por nuestras mentes ronda la idea de que si la climatología no cambia, la visita a Nara, será pasada por agua y nos dejará un tanto decepcionados, pero por suerte, cuando llegamos a Nara deja de llover y únicamente al final de nuestra visita cae alguna que otra gota mal caída; con el sol, en cambio, no hubo tanta suerte y prácticamente no se dejó ver en ningún momento.
Nara no es una ciudad grande por lo que su visita se puede hacer relajadamente, saboreando la «ajetreada» calma de su calle principal, que lleva directa desde la estación al Nara-Koen, la zona en donde se encuentran la mayoría de sus tesoros, entre ellos los ocho lugares declarados patrimonio de la humanidad por la Unesco, lo que la convierte, según la Lonely, en la segunda depositaria del legado cultural de Japón, después de Kioto.
Nada más llegar al Nara-Koen, el jardín de Nara, se encuentra ya la primera joya : el Kofuku-ji y sus dos pagodas, de tres y cinco pisos, esta última tan sólo superada en altura por la famosa To-ji, la emblemática pagoda de Kioto. No hay mucha gente a esta hora de la mañana, poco más de las 10, y es un verdadero gusto pasear por este medio parque medio bosque que es el Nara Koen. Al dejar el Kofuku-ji comenzamos a ver ciervos, en Nara, al parecer, hay más de 1.200, que campan por sus respetos por el parque, gracias a su condición de animal sagrado. Son bonitos estos ciervos, y el turista al descubrirlos cree estar en medio de un paraíso perdido en el que los animales no huyen del hombre sino que se acercan a él a olisquearle y a mirarle con ojos tiernos. Ni que decir tiene que la cámara de fotos comienza a trabajar a destajo… Pero el turista está feliz e incluso llega a pensar en comprar una de esas bolsas que venden con galletitas para los ciervos.
Al final se contiene y se dedica a seguir disparando (fotos, claro está!). Luego de haber visto unos cuantos ciervos más, el turista empieza a perder interés por ellos –hay tantos…– y finalmente, cuando el turista y su estresada cámara llegan a las inmediaciones de esa maravilla que es el templo Todai-ji, justo antes de traspasar la imponente estructura de la Nandai-mon, puerta de acceso al templo, la cantidad de ciervos es tal que el turista, que ya en ese momento padece en sus pituitarias los fuertes efluvios mingitorios de sus bucólicos amigos, ya tiene bien claro que no va a comprarles esa bolsa de galletitas y en lo único en que piensa es en llegar cuanto antes a Nandai-mon y así poder acceder al recinto del templo.
Y ahora una recomendación para todo aquel que traspase esta maravilla de puerta: hay que mirar a izquierda y derecha para, bajo ningún concepto, perderse las dos gigantescas esculturas de madera que representan a dos guardianes del templo y que en su día, allá por el siglo XIII, esculpiera un señor llamado Unkei. Y para confirmar mi recomendación, me limito a remitirme a lo que dice de ellas Santa Lonely «están consideradas como unas de las más bellas tallas de todo el país, si no del mundo».
Y ahora una recomendación para todo aquel que traspase esta maravilla de puerta: hay que mirar a izquierda y derecha para, bajo ningún concepto, perderse las dos gigantescas esculturas de madera que representan a dos guardianes del templo y que en su día, allá por el siglo XIII, esculpiera un señor llamado Unkei. Y para confirmar mi recomendación, me limito a remitirme a lo que dice de ellas Santa Lonely «están consideradas como unas de las más bellas tallas de todo el país, si no del mundo».
Luego de cruzar un cuidado jardín se llega por fin a la Daibutsu-den: el edificio de madera más grande del mundo (y el turista tiene la sensación de que últimamente en vez de estar en Japón debe de estar en Guinessland… !) en cuyo interior se encuentra una escultura de Buda de 16 metros y 437 toneladas de bronce y 137 kilos de oro, huelga decir que es una de las mayores esculturas de bronce que existen así es que aunque ya esté dicho, no lo diremos. Esta escultura, que conocida como Daibatsu (Gran Buda) es la que da nombre al edificio, transmite desde su imponente tamaño una sensación de serenidad cuya magnitud no me resulta fácil describir en estas líneas. Contemplando su magnífica mano derecha levantada en gesto de enseñanza y protección uno se siente en paz consigo mismo y desea fijar en ella la mirada el mayor tiempo posible; se siente realmente atraído hacia esa mano y disfruta con esa sensación. Ojalá que las fotos que hice de ella transmitan un mínimo de esa atracción.
Detrás del Diabatsu se halla una columna de madera con un agujero en la base. La creencia popular dice que aquellos que logren pasar por ese agujero lograrán la iluminación. Bien, pues heme aquí ya casi a un paso de alcanzarla puesto que pasar por el agujero pasé, y fotos hay que lo demuestran…
Y por si hacía falta más luz dirigimos nuestros pasos hacia el Kasuga Taisha, un santuario en cuyos alrededores hay cientos de farolillos y otros cientos más en su interior. Dos veces al año se celebra aquí la fiesta de los faroles, un buen pretexto para encenderlos y dar un aspecto mágico al entorno.
Concluimos la visita a Nara con una exposición de paisajes japoneses en el Irie Taikichi Memorial Museum of Photography Nara City, el Museo de Fotografía de la ciudad de Nara.
De vuelta a Kioto, cenamos un plato a base de anguilas, una de las especialidades de la ciudad, en un restaurante cercano al ryokan.
Solo deciros: ¡¡Tengo ganas de ver todas las fotos y de la rueda de prensa, YA¡¡. Manola vive en una excitación permanente con vuestros mensajes y la dueña mucho más. Besos.
ResponderEliminar