26/5/09

Narita, Sayonara Japón!

Hoy es nuestro último día en Japón. Estamos aún en Kioto y antes de tomar el tren que nos lleve a Narita (hemos preferido dormir esta noche en esta ciudad en donde se encuentra el aeropuerto de Tokio antes que hacerlo en la propia Tokio, que dista unas dos horas de tren de su aeropuerto), aprovechamos para visitar el templo Ryoan-ji y poder contemplar su jardín de estilo «kare-sansui» (paisaje seco). En realidad se trata simplemente de un total de 15 rocas esparcidas sobre un mar de arena convenientemente «peinado» con un rastrillo y que puede llegar a producir todo tipo de sensaciones en el ánimo de aquél que lo contemple, desde paz y sosiego en algunos a la más absoluta indiferencia e incomprensión de esa minimalista belleza en otros, que no ven sino un montón de arena y unas piedras. Con los gustos ya se sabe lo que pasa…
El Kyoyo-chi, un precioso estanque con sus nenúfares y patos incluidos,
es, sin duda, el contrapunto perfecto para aquellos a quienes haya defraudado la visión del paisaje seco.

Comemos cerca del Ryoan-ji las que posiblemente sean las mejores noodles que hemos tomado durante todo el viaje. Y como Kioto no deja de ser una gran ciudad, el autobús número 50 nos deja en la estación luego de 45 minutos de trayecto.
Un sinkansen, tren bala, el último que cogeremos en esta ocasión nos lleva a Narita en poco menos de tres horas. Mañana a las 10:30 salimos para París, adonde llegaremos a eso de las 22:40, las 15:40 hora europea.
Como quiera que durante el viaje uno de los pilotos del avión no se encontraba bien, por la megafonía preguntaron si había algún médico entre el pasaje. La sorpresa fue cuando, al llegar a París la misma voz de antes nos informa de que debido a las circunstancias especiales motivadas por la aparición de casos de gripe H1N1, popularmente conocida como gripe porcina, las autoridades sanitarias francesas han recomendado que se nos haga pasar primero por una sala de control antes de llegar a la terminal del Charles de Gaulle a la que teníamos que llegar. Cuál no será nuestra sorpresa cuando al bajar del avión nos encontramos con todo un batallón de personal sanitario y policías, algunos de ellos con mascarillas, formando un pasillo desde el avión hasta la sala en cuestión. Una vez allí se nos pregunta si nos vamos a quedar en París o si estamos en tránsito. Al contestarles que estamos en tránsito nos hacen pasar directamente a un autobús y nos conducen a la terminal a la que deberíamos haber llegado. El pasaje que se quedaba en París, en cambio, donde se quedó por el momento, e ignoramos por cuanto tiempo, fue en la sala por la que nos hicieron pasar. La pregunta que nos vino a la mente en ese instante fue : y quién les asegura a las autoridades sanitarias francesas que el peligro de contaminación está mejor controlado reteniendo indiscriminadamente, a unos y permitiendo, con idéntica indiscriminación, que otros pasen libremente a la terminal del aeropuerto ?
Dieciocho horas después de salir de Narita aterrizábamos en Luxemburgo, en donde, una vez más, al preguntarnos de dónde veníamos nos hicieron pasar a una sala en donde nos formularon las siguientes preguntas, que nunca supimos qué tendrían que ver con la famosa gripe: han comprado ustedes aparatos electrónicos ? licores ? cigarrillos ? Como quiera que nuestras respuestas siempre fueron negativas la siguiente pregunta fue: por qué han viajado entonces a Japón ? Una pregunta que, sin lugar a dudas, tenía trampa y era dificilísima de contestar.

Nara, otra antigua capital


El otro plato fuerte del viaje era, logicamente, Nara. Eran tantas las ganas que teníamos de llegar a ella que apenas nos dábamos cuenta de que el hacerlo marcaba ya lo irremediable : el fin de nuestro recorrido japonés, pero eso sí, sólo por esta vez…
Hoy ha amanecido lloviendo por lo que ese agradable paseo de, aproximadamente, una hora, dependiendo del tren que se coja, entre Kioto y Nara no lo hemos podido disfrutar como hubiéramos deseado, ya que la luz no es que acompañase mucho sino más bien nada. Por nuestras mentes ronda la idea de que si la climatología no cambia, la visita a Nara, será pasada por agua y nos dejará un tanto decepcionados, pero por suerte, cuando llegamos a Nara deja de llover y únicamente al final de nuestra visita cae alguna que otra gota mal caída; con el sol, en cambio, no hubo tanta suerte y prácticamente no se dejó ver en ningún momento.
Nara no es una ciudad grande por lo que su visita se puede hacer relajadamente, saboreando la «ajetreada» calma de su calle principal, que lleva directa desde la estación al Nara-Koen, la zona en donde se encuentran la mayoría de sus tesoros, entre ellos los ocho lugares declarados patrimonio de la humanidad por la Unesco, lo que la convierte, según la Lonely, en la segunda depositaria del legado cultural de Japón, después de Kioto.
Nada más llegar al Nara-Koen, el jardín de Nara, se encuentra ya la primera joya : el Kofuku-ji y sus dos pagodas, de tres y cinco pisos, esta última tan sólo superada en altura por la famosa To-ji, la emblemática pagoda de Kioto. No hay mucha gente a esta hora de la mañana, poco más de las 10, y es un verdadero gusto pasear por este medio parque medio bosque que es el Nara Koen. Al dejar el Kofuku-ji comenzamos a ver ciervos, en Nara, al parecer, hay más de 1.200, que campan por sus respetos por el parque, gracias a su condición de animal sagrado. Son bonitos estos ciervos, y el turista al descubrirlos cree estar en medio de un paraíso perdido en el que los animales no huyen del hombre sino que se acercan a él a olisquearle y a mirarle con ojos tiernos. Ni que decir tiene que la cámara de fotos comienza a trabajar a destajo… Pero el turista está feliz e incluso llega a pensar en comprar una de esas bolsas que venden con galletitas para los ciervos.


Al final se contiene y se dedica a seguir disparando (fotos, claro está!). Luego de haber visto unos cuantos ciervos más, el turista empieza a perder interés por ellos –hay tantos…– y finalmente, cuando el turista y su estresada cámara llegan a las inmediaciones de esa maravilla que es el templo Todai-ji, justo antes de traspasar la imponente estructura de la Nandai-mon, puerta de acceso al templo, la cantidad de ciervos es tal que el turista, que ya en ese momento padece en sus pituitarias los fuertes efluvios mingitorios de sus bucólicos amigos, ya tiene bien claro que no va a comprarles esa bolsa de galletitas y en lo único en que piensa es en llegar cuanto antes a Nandai-mon y así poder acceder al recinto del templo.
Y ahora una recomendación para todo aquel que traspase esta maravilla de puerta: hay que mirar a izquierda y derecha para, bajo ningún concepto, perderse las dos gigantescas esculturas de madera que representan a dos guardianes del templo y que en su día, allá por el siglo XIII, esculpiera un señor llamado Unkei. Y para confirmar mi recomendación, me limito a remitirme a lo que dice de ellas Santa Lonely «están consideradas como unas de las más bellas tallas de todo el país, si no del mundo».

Luego de cruzar un cuidado jardín se llega por fin a la Daibutsu-den: el edificio de madera más grande del mundo (y el turista tiene la sensación de que últimamente en vez de estar en Japón debe de estar en Guinessland… !) en cuyo interior se encuentra una escultura de Buda de 16 metros y 437 toneladas de bronce y 137 kilos de oro, huelga decir que es una de las mayores esculturas de bronce que existen así es que aunque ya esté dicho, no lo diremos. Esta escultura, que conocida como Daibatsu (Gran Buda) es la que da nombre al edificio, transmite desde su imponente tamaño una sensación de serenidad cuya magnitud no me resulta fácil describir en estas líneas. Contemplando su magnífica mano derecha levantada en gesto de enseñanza y protección uno se siente en paz consigo mismo y desea fijar en ella la mirada el mayor tiempo posible; se siente realmente atraído hacia esa mano y disfruta con esa sensación. Ojalá que las fotos que hice de ella transmitan un mínimo de esa atracción.

Detrás del Diabatsu se halla una columna de madera con un agujero en la base. La creencia popular dice que aquellos que logren pasar por ese agujero lograrán la iluminación. Bien, pues heme aquí ya casi a un paso de alcanzarla puesto que pasar por el agujero pasé, y fotos hay que lo demuestran…

Y por si hacía falta más luz dirigimos nuestros pasos hacia el Kasuga Taisha, un santuario en cuyos alrededores hay cientos de farolillos y otros cientos más en su interior. Dos veces al año se celebra aquí la fiesta de los faroles, un buen pretexto para encenderlos y dar un aspecto mágico al entorno.
Concluimos la visita a Nara con una exposición de paisajes japoneses en el Irie Taikichi Memorial Museum of Photography Nara City, el Museo de Fotografía de la ciudad de Nara.
De vuelta a Kioto, cenamos un plato a base de anguilas, una de las especialidades de la ciudad, en un restaurante cercano al ryokan.

Kioto, la belleza se esconde

Hemos vuelto a Kioto. Después del ajetreado viaje a Koyasan, lo que más apetece ahora es olvidarse por un día de estaciones y trenes y quedarse en Kioto para patear un poco esta ciudad tantas veces soñada y disfrutar de la legendaria belleza de sus templos y jardines. Avanzada como está ya la primavera, los jardines están preciosos, lástima que no quede ya ni una flor en sus cerezos, pero en compensación no hay enormes masas de gente para contemplarlos, quien no se contenta… Tampoco hay demasiados turistas como quizá ocurra en los meses de verano y son más bien turistas locales los que encontramos. Kioto, por lo tanto, nos espera con todas sus bellezas al alcance de nuestras manos.
Para olvidar la tomadura de pelo que resultó ser la cena de anoche en un restaurante cerca al ryokan, en donde comimos algo que ellos denominaban sushis y que de sushis tenían bien poco y si lo tenían y eran sushis fueron los peores sushis que hemos comido nunca, y unos trozos bastante escasitos y sin gracia alguna de pescado a la plancha que nosotros mismos planchamos en una pequeña parrilla de carbón que te llevan a la mesa, hoy decidimos hacer más detenidamente el recorrido de los templos que hay por la zona de Higashiyama, donde está nuestro ryokan.
El primer templo que visitamos es Kyomizu-Dera, al que accedemos por la Chawan-zaka, la calle de la Tetera, y que más que un templo parece un macro instituto debido a la cantidad ingente de estudiantes que hoy lo visitan, será quizá el miércoles el día de reducción especial para colegios…? El caso es que tanto chaval (y chavala) correteando por aquí, chillando por allá, y jugueteando y haciendo gracias por doquier hacen que la visita a este bonito templo que data del 798 nada menos se haga un tanto insufrible, ya que, ni que decir tiene, no se puede apreciar un monumento así con semejantes "efectos especiales".
Dejamos el Kyomizu por Tainai-meguri y, siguiendo los consejos de la Lonely, enfilamos la Sannen-zaka, una preciosa calle en pendiente,
bordeada de casas antiguas de madera.

Y aquí es donde hay que aclarar lo de la belleza escondida de Kioto porque si bien es cierto que la ciudad tiene rincones de una incomparable belleza (perdona, Javier Reverte....!), –como por ejemplo en el barrio en el que nos alojamos– no es menos cierto que Kioto posiblemente sea una de las ciudades más feas que nos hayamos encontrado nunca. Sus edificios son auténticos delirios arquitectónicos, sin la más mínima gracia y, lo que es mucho peor, está claro que, ansiosos de una originalidad sin parangón, sus arquitectos se han dedicado a hacer auténticas birrias del más estrafalario de los gustos, sin la menor gracia, sin el más mínimo sentido de la estética sino más bien todo lo contrario. Contemplando tales pifias, esos extravagantes y horrendos edificios que uno ve en cualquier esquina de la ciudad cabría preguntarse si no será voluntad expresa de los arquitectos compensar con esas horripilantes obras la exquisita belleza de la antigua capital imperial, o será quizá un vano intento por conseguir algo “original”, que estuviera a la altura de la que en su día fuera una bellísima ciudad…? Hay que reconocer que si se trata de esto último el intento más que vano, es un auténtico fracaso por parte de todo estudio de arquitectura que tuviera tales miras. En definitiva, que la belleza de Kioto se esconde, sí, pero es fácil de encontrar, basta con olvidarse de la Kioto moderna y dirigir los pasos únicamente a la que en su día logró reunir dentro de su recinto 17 lugares que hoy son patrimonio de la humanidad. Y en último extremo, cuando el turista esté ahito ya de tanta belleza puede dirigir sus pasos hacia la modernísima estación de ferrocarril, obra del arquitecto japonés Hara Hiroshi, que si bien, al parecer, tuvo sus detractores a la hora de su inauguración, para mi gusto es una auténtica maravilla de edificio, el único que se salva, y con creces, de toda la arquitectura civil de esta ciudad.
Justo a la espalda de nuestro ryokan hay un grupo de callecitas llamado Ishibei-koji, que la guía califica, podemos afirmar que sin exagerar, de las más bonitas de Kioto. Las incluimos en nuestro recorrido de hoy y volvemos a toparnos con una maiko y, claro está, volvemos a hacer otra sesión de fotos, variaciones sobre un mismo tema se llama esto…
El Kodai-ji, templo que visitamos a continuación, lo manda construir una viuda en memoria de su difunto esposo. En él destacan entre otras cosas los jardines, obra del paisajista Kobori Enshu. Y como quiera que no hemos podido ver los cerezos en flor, resulta más que recomendable rendir por lo menos una visita al cerezo más famoso del país, que se encuentra en el Maruyama-Koen, y que en realidad se trata de un shidarezakura o “cerezo llorón”, que si bien no llora, cierto es que en esta época del año, ya sin flores, tiene un aspecto un tanto lánguido y poco agraciado.
Y así, como el que no quiere la cosa nos plantamos de pronto ante la San-mon, escrito así, con minúsculas después de conseguir reprimir el deseo de escribir todo en mayúsculas y en negrita para hacer hincapié en la majestuosa belleza de esta auténtica maravilla que es la entrada principal del Templo Chion-in.
Se trata de una inmensa puerta de madera, una imponente mole, que pasa por ser la mayor puerta de Japón (y para mí que debe de ser cierto!). Pasar por debajo de uno de sus dinteles hace que uno vuelva a ser consciente de su pequeñez y se prepare para lo que sin duda le espera más allá de esa puerta. Y lo que le espera tampoco en esta ocasión defraudará al viajero: un conjunto de templos en torno a la sala principal, en donde se encuentra la imagen de Honen, el fundador de la escuela budista Jodo, a la que pertenece este templo, y una campana, también en este caso la más grande de Japón, de 74 toneladas que data de 1633, y que 17 monjes –ni uno menos!– hacen tañer el último día del año para marcar el paso al nuevo año.
Después de este templo nuestros pasos nos llevan de nuevo a la zona de Gion y acabamos cenando en una de las terrazas que se levantan sobre palafitos y dan al río Kamo. Hace una temperatura perfecta, la cena esta muy buena, el servicio, como siempre, es exquisito y nosotros nos percatamos una vez más de lo requetebién que se vive de vacaciones…

23/5/09

Himeji y su garza blanca


Y nos vamos de Koyasan deshaciendo el camino que hacíamos ayer para llegar hasta ella, es decir, autobús, funicular, tren local de cercanías, tren rápido hasta Osaka, etc. En Osaka aprovechamos que el tren de Kioto a Himeji pasa por esa ciudad y lo tomamos para visitar la ciudad de Himeji, que debe su renombre a Himeji-jo, que en japonés se conoce como shirasagi, (garza blanca). El edificio, que data de 1530, se conserva en su forma original y, al parecer, llegó a tener 48 señores sucesivos.
Antes de empezar la visita del Himeji-jo, comemos en Fukutei, un restaurante muy bien recomendado en esta ocasión por la Lonely.
Nos encaminamos luego hacia Himeji-jo. La mole inmensa de su torre del homenaje (edificio principal) se ve desde lejos cuando se llega de la estación y su empaque es verdaderamente impresionante desde cualquiera de las múltiples perspectivas que ofrece. Una vez dentro del recinto llaman la atención las llamadas ishiotoshi, o aberturas triangulares, cuadradas o circulares que hay en los muros y que, en su día, permitían a los defensores verter agua o aceite hirviendo a todo aquél que intentase entrar de forma más o menos indebida, un sistema de defensa que está claro que parece ser universal y más bien poco original, la verdad... En definitiva, es esta otra visita más que merece la pena hacerse si se está en Kioto el tiempo suficiente.

Koyasan, una Itaca a la japonesa

Cuál es el origen de esta comparación? Simplemente lo que cuesta llegar a él, al Monte Koya, desde Kioto. Para hacernos una idea primero se ha de coger un tren que te lleve a Osaka, una vez allí se ha de cambiar de línea y coger otro que te llevará en esta ocasión a Shinimamiya en donde nuevamente se habrá de cambiar de tren para tomar otro que, en esta ocasión te conduce hasta Gokurukubashi , en donde ya no, ya no hay que cambiar más de tren, que va, aquí lo que hay que hacer es tomar un funicular que, en cinco minutos –ni uno más, ni uno menos- te sube hasta la estación de tren de Koyasan. “Por fin hemos llegado”, piensa incauto el turista, pero enseguida se da cuenta de que no es así, de que aún deberá coger un autobús que en otros cinco minutos, le lleve, ahora sí, por fin!!! al mismísimo centro de Itaca, digo Koyasan.
Sin embargo, en honor a la verdad, hay que decir, y aquí está el principal motivo de esta comparación, que el largo viaje merece la pena.
Como era de suponer, luego de tan largo viaje lo primero que se imponía era comer, cosa que hicimos en Maruman, un local que recomendaba la guía y que nada más traspasar su entrada nos produjo una buena impresión por el hecho de estar lleno de gente del lugar y no de turistas (que llegarían más tarde), de menú tomamos udon (noodles con carne y curry) que están bastante buenos. Reconfortados los estómagos iniciamos la visita de los numerosos templos que hay en Koyasan dirigiéndonos primero al Garan, un conjunto de templos entre los que destacan la gran pagoda Dai-tó, que por fuera está pintada de blanco y de un naranja para mi gusto un tanto chirriante, el Kondo, también conocido como sala principal y la pagoda Sai-to con una curiosa terraza circular en lo alto de su tejado. En total debe haber unos diez o doce templos repartidos por el recinto, uno de ellos con el curioso nombre de Miedo, que en japonés, como es de suponer, no debe de querer significar lo mismo que en español.
Una vez finalizada la visita al Garan, nuestra intención era visitar la Diamond Gate, con la que dimos después de buscarla desesperadamente por el recinto del Garan creyendo que formaba parte del mismo cuando en realidad se trataba de una puerta de acceso a la ciudad. Demasiado ostentosa y grande, la Diamond Gate no será precisamente el monumento que conservemos en nuestras memorias luego de la visita a Koyasan.
Como aún no habíamos pasado por el templo-hotel en el que nos vamos a alojar esta noche, ya que la entrada en las habitaciones no puede hacerse hasta las 15 horas, decidimos que ya es tiempo de hacerlo y nos dirigimos al Shojosin-in, un templo que alquila habitaciones (en nuestro caso al final fue una especie de bungalow mayor que nuestra propia casa…) a peregrinos y turistas que pernocten en Koyasan. Nos recibe un monje joven bastante serio que nos informa con todo detalle de dónde nos vamos a alojar, dónde vamos a cenar, dónde podremos presenciar mañana a las 6 de la mañana la oración de la mañana, a qué hora es la cena, y a qué otra cierran cada una de las tres puertas de acceso al templo… en fin todo un manual de instrucciones acompañado de un plano para que no nos quepa la menor duda de adónde estamos a la hora de dar un paso dentro del templo. Y ya para acabar nos insiste en que procuremos estar en nuestras habitaciones a las 17:30, hora en que vendrán a buscarnos para la cena… Tomamos buena nota de todo y luego de asombrarnos del tamaño de nuestro alojamiento, que, repito, creemos que es mayor que el de nuestra propia casa, nos encaminamos enseguida hacia el Oku-no-in, un enorme cementerio en donde entre mucha más gente está enterrado Kukai, el fundador de la escuela de budismo esotérico a la que pertenecen todos los templos de Koyasan. La visita a este cementerio merece sobradamente la pena aun cuando no se haga, como sugiere la Lonely, envueltos en la niebla y a la caída de la noche, ya que, enclavado en medio de un bosque de cedros, el conjunto de estelas funerarias y esculturas budistas resulta de lo más relajante y hace que el camino hasta la Toro-do, o Sala de los Faroles, edificio principal del recinto, sea un paseo inolvidable, lástima que por momentos sobren los pitidos y los ruidos de los coches que circulan por la carretera que bordea el cementerio.

A las 17:20 estamos de vuelta en el templo y diez minutos más tarde nos llaman por teléfono para decirnos que podemos ir ya a cenar. Una vez llegados a la zona en donde nos han dicho que vamos a cenar nos instalan en una sala con tatamis, dos cojines y tres mesitas bajas minúsculas en donde poco después un monje irá colocando todos los múltiples cuencos que conformarán nuestra cena vegetariana (los monjes de la escuela Shingon son vegetarianos y no comen tampoco pescado). La disposición de los alimentos en pequeñas fuentes o cuencos y de estos y aquéllas en la mesa es todo un arte, prueba de esa exquisita delicadeza que los japoneses poseen y dominan como pocos pueblos saben hacerlo, lo que se dice un auténtico regalo no sólo gustativo sino también visual e incluso anímico. Y, por cierto, además de todo lo que acabo de decir, la cena estaba exquisita…!



Koyasan es una población de 4.000 habitantes (muchos de ellos monjes) lo que hace que a partir del atardecer su actividad decaiga hasta desaparecer por completo en cuanto el turista o peregrino se recoge para cenar y como quiera que, como acabamos de ver, las horas de las cenas tampoco suelen ser muy tardías, qué ocurre? pues que a eso de las siete de la tarde el turista o peregrino ya ha cenado y ya se ha recorrido la desierta Koyasan de cabo a rabo y no tiene nada mejor que hacer que recogerse en su habitación a esperar la llegada de las 6 de la mañana para poder asistir a la ceremonia de la oración matutina de los monjes. Y eso mismo hicimos nosotros por el aquello de no desentonar del resto. Ahora eso sí, todo hay que decirlo, como quiera que aún era pronto para irse a la cama, aún tuvimos tiempo para preparar una sesión de fotos ataviados al más puro estilo japonés, utilizando para ello los yukatas (especie de bata larga y mangas anchas hasta el codo, que normalmente los hoteles ponen al servicio de sus clientes) que nos hemos encontrado en la habitación al llegar esta tarde.
Al día siguiente, luego de la oración matinal a las 6 de la mañana y a la que, al contrario de lo que nos esperábamos, tan sólo han asistido tres monjes, dos de los cuales, los más jóvenes, han estado recitando todo el tiempo una especie de mantra acompañando su rezo con algún que otro toque de campana de oración o golpe de platillos, hemos desayunado en la misma sala en la que cenamos anoche. El desayuno es a la japonesa, pero en esta ocasión no hay pescado, tan sólo verduras, tofu, té… y, al igual que la cena de anoche, todo estaba riquísimo. Dejamos el Shojosin-in y nos encaminamos hacia el Kongobu-ji, el templo que nos faltó por visitar ayer, pero son las ocho de la mañana y el templo no abre sus puertas de acceso al edificio principal hasta las ocho y media. Damos una vuelta por los alrededores para hacer tiempo. Por fin volvemos y entramos al templo, la entrada hoy es gratuita no sabemos si por ser el día que es o porque han decidido cambiar de práctica y no cobrar el acceso al templo; en cambio, el té y las tortas de arroz, que según la Lonely incluía la entrada han desaparecido y ahora al no haber entrada tampoco hay nada más. La visita a la sala principal del templo y el recorrido por la parte trasera de la misma, en donde puede verse entre otras cosas una gran sala con los útiles de cocina del templo, bien vale el haber esperado un poco.

Kioto, en busca de la belleza

Kanazawa nos reservaba aún una sorpresa: un paseo a primera hora de la mañana (más tarde es poco aconsejable debido a la masiva afluencia de visitantes) por su jardín Kenroku-en, que según la Lonely es uno de los tres jardines más famosos del país. El jardín es cierto que está muy bien y tiene rincones muy fotogénicos, pero la Lonely en este caso, como ya hemos comprobado en otras ocasiones, yo creo que exagera en su apreciación, en lo que sí lleva razón es cuando recomienda que se visite, ya que a eso de las 9 de la mañana empezaron a llegar hordas de turistas y se acabó la paz que reinaba en el jardín hasta entonces.
Como llegamos con suficiente tiempo a la estación
aprovecho para hacer más de una foto de su fantástico y modernísimo edificio así como alguna que otra que dé prueba una vez más de que, sin la menor duda, Japón es el país más limpio del planeta, pero esta cuestión merece un comentario más extenso que formará parte de la conclusión de esta bitácora de viaje.
Un tren rapidísimo, y que no es un shinkansen, nos acerca hasta Kioto en 2 horas y 13 minutos exactos. La puntualidad de los trenes nipones también merecería un capítulo aparte.
Pero no, no todo son maravillas en cuestión de desplazamientos porque, la verdad, el tiempo que el turista se ahorra viajando en estos rapidísimos trenes japoneses sirve para compensar el tiempo perdido en ese auténtico laberinto que son sus megaestaciones, auténticas ciudades dentro de la propia ciudad y que llegan a confundirte de tal manera que cuando te quieres dar cuenta no estás ya en la estación sino en el inmenso centro comercial que hay en ella o bien cuando sigues la dirección de la salida de la puerta sudeste y de pronto te encuentras con que esa dirección desaparece y sólo ves carteles que te anuncian las puertas norte, oeste, noroeste y central, la sudeste parece haber desaparecido de la estación, luego te darás cuenta de que un pequeño cartel al lado de uno de los seiscientos cuarenta y tres ascensores que hay perdidos por el recinto de la estación te enviaba al segundo piso, en donde, de haber subido, hubieras vuelto a encontrar la salida sudeste que buscabas, todo esto si no van y te sitúan la oficina de información turística en la novena planta de un centro comercial que hay dentro de la estación -y digo “dentro” porque “junto a ella” hay cuando menos otros dos más- como ocurre en Kioto. Debido a estos pequeños pero efectivos empeños por complicar la vida del turista que se mueve por las estaciones de ferrocarril en este superorganizadísimo país, si bien llegábamos a Kioto a las dos y nueve minutos de la tarde, cuando por fin cogíamos el autobús que nos traería casi hasta la puerta del Rikiya, el ryokan en el que nos alojamos en esta ciudad, eran ya casi las tres de la tarde.
Por pura casualidad resulta que el Rikiya está situado en Higashiyama, una de las zonas de mayor interés de la ciudad y decir esto en una ciudad como Kioto, que cuenta en su haber con 17 lugares declarados patrimonio de la Humanidad por la Unesco, evidentemente, no es decir cualquier cosa. Frente a la ventana de nuestra habitación, que en realidad es una suite, se erige imponente la esbelta figura de la Pagoda Yasaka y justo enfrente de la puerta del ryokan se encuentra el templo Kodaiji. Toda la calle del ryokan es una sucesión de templos, uno tras otro (bueno y de turistas, que a esta hora de la tarde están en plena jornada de pateo de la ciudad y de sus monumentos). Nosotros, lo queramos o no, no dejamos de ser turistas así es que decidimos dejar el equipaje y salir inmediatamente a empezar nuestro recorrido por Kioto.
Como era de suponer nuestros pasos nos llevan directamente al templo Kodaiji. Mucha gente, cosa que suponemos que va a ser lo habitual aquí en Kioto, así es que decidimos verlo más o menos rápido y continuar con el siguiente, hay tantos… En una de las salidas de uno de los templos llegamos a una pequeña calle perpendicular a la nuestra y cuál no será mi sorpresa al ver que en mi dirección se acercan dos maikos –aprendices de geisha- es decir, una auténtica suerte si se tiene en cuenta que actualmente, según la Lonely, en Kioto puede haber unas 80 maikos, que ese dato sea cierto o no es algo que está por ver pero lo que sí que lo es es que encontrarse con una maiko es una verdadera suerte cuando uno se encuentra en Kioto, lleva una cámara colgada al cuello y lo único que buscan sus ojos es precisamente eso, una maiko.
Me pongo a disparar fotos como un poseso y en menos de treinta segundos les acabo haciendo unas treinta fotos, ya veremos luego cuántas de ellas se salvan. Las maikos sonríen y posan tímidamente para mí y para otras cuantas cámaras que, seguramente animadas por la mía, también hacen de ellas sus puntos de mira. Pero no iban a ser éstas las únicas maikos que veríamos esta tarde, poco después, en la misma calle, volvimos a encontrarnos otras dos que posaron también para mí, al principio con timidez, pero luego sonrientes al ver mi desaforado interés por sus peinados, maquillajes y atuendos.
Nuestro paseo, luego de visitar el templo Yasaka y ver por fuera el enorme templo Chion, nos lleva hasta Gion, el barrio de las geishas. Por la calle Shimbashi llegamos a la calle Shinmozen, una maravilla de calle repleta de casas antiguas de madera. Estamos ahora en plena zona de geishas, se ven movimientos que anuncian que detrás de alguna puerta dentro de una o dos horas habrá cenas y citas con geishas, se ve claramente que en la zona se mueve dinero, que corre el champán francés y hay quien seguro hace regalos millonarios, pero todo queda en mera sugerencia, nuestros ojos no ven nada más.
De vuelta a casa cenamos en un restaurante tipo casa de comidas y lo hacemos tomando un moshu nabe, una comida típica de la región consistente en una especie de estofado, mezcla de verduras y trozos de ternera un tanto cartilaginosos que uno mismo se prepara en la mesa en donde ya hay instalado un fuego de gas para tal menester. El lugar no es de los que dejan huella en la memoria viajera, pero la comida estaba bastante buena.

17/5/09

Vinieron las lluvias (Sushis en el tren)

Es primavera en Japón y en primavera llueve. Llueve porque hay que mantener frescas todas las flores que adornan cada rincón y llueve para mantener brillantes todas las tonalidades de verde de sus montañas y sus jardines. Llueve porque sí y a nosotros nos gustaría que no lloviera.
Despedimos Takayama con una visita a su mercado de la mañana, un mercado que se extiende por distintos puntos de la ciudad.
Lo recorremos bajo un paraguas que nos han dejado en el minshuku. Allí se venden distintos productos de la zona y como siempre lo que más nos llama la atención son los distintos tipos de alimentos que ni siquiera logramos saber si son de origen animal o vegetal, si son del mar o de la tierra.

Lo bueno es que siempre suelen poner un platito con una muestra de lo que venden para que los clientes puedan probar y nosotros aprovechamos y de vez en cuando probamos. Y, la verdad, rara vez nos disgusta lo que probamos.
Después, nos ponemos en camino y como siempre, en tren, nos dirigimos hacia nuestro próximo destino, Kanazawa. Durante el trayecto, acompañados otra vez por paisajes soberbios, primero de montaña y después de arrozales nos comeremos unos sushis de algunos de pescado y tortilla dulce y otros de ternera de Hida. Ah, la ternera, qué pena decirle adiós!
Y llegamos a Kanazawa. Sigue gris pero el cielo nos da una tregua y visitamos Nagamachi el antiguo barrio de los samuráis, un barrio que mantiene su sabor clásico. Allí primero visitaremos la Shinise Kinenkan, una antigua botica de 1579. Esta es una de las alrededor de 100 tiendas antiguas de Kanazawa, que se mantienen como ejemplo de comercio próspero del que tanto se enorgullece la ciudad. Después entraremos en la casa del samurái Nomura. Una vez más nos dejaremos encantar por el ambiente que la decoración, o quizá más bien la falta de ella, provoca en nuestros espíritus y sobre todo por la visión del jardín ya sea al contemplarlo directamente o desde el encuadre que las puertas de la casa proporcionan a quien quiera mirar.

Nos acercamos más tarde al mercado Omochi, mercado de marisco, pero es un poco tarde y el mercado no está ya muy animado así que decidimos acercarnos al hotel a quitarnos algo de peso de nuestras inseparables mochilas. En el camino visitamos el templo Oyama Jinja. Todavía nos sigue sorprendiendo cómo los templos en las ciudades japonesas son como islas de paz, con sus amplios espacios rodeándolos y donde a pesar de estar en espacios abiertos sin paredes ni puertas (excepto claro, el lugar sagrado) se tiene realmente la sensación de haber dejado el ruido y el ajetreo fuera.
Y en buena hora habíamos decidido volver al hotel porque empezó una tormenta de agua y viento que nos tuvo encerrados hasta la hora de la cena. Otra aventura, llegar a un sitio y no saber exactamente qué es lo que te van a traer para comer. Nadie habla una palabra de inglés. Te hacen quitar los zapatos y te dirigen a una sala que te recuerda la casa del samurái que habías visitado por la tarde. Te traen una carta con fotos pero a veces las fotos no ayudan mucho, así que es cuestión de cruzar los dedos y de comenzar a pedir. Acertamos. Y el camarero cada vez que se acerca a nuestra mesa, nos hace una reverencia.